lunes, 1 de junio de 2009

Pequeñas grandes gotas.

La lluvia madrugadora del Sábado recién pasado me atrapó, me pilló desprevenido. No hablo de abrigos, ni paraguas (es raro que los use, en todo caso), hablo de un estado mental que no estaba preparado para la lluvia que se produce dentro de mí cuando el cielo deja caer gotas, sobre todo nocturnas. Estaba pensando en la economía mundial y de pronto vi mi chaqueta mojada. Entonces sucedió. La nostalgia que trae el mal tiempo, el frío otoño con las calles inundadas, me atrapó de sorpresa, sin un paraguas interno para evitar la divagación de la gris melancolía, o una estufa para apaciguarla con buenos momentos pasados, en vez de someterme a ese congelado pasillo de preguntas sin respuesta, con ventanas selladas que muestran a través del vidrio cómo un instante ahoga sueños y anhelos en el absurdo vacío. E igual que con la lluvia externa, uno intenta apurar el tránsito por ese pasillo, y no empaparse de un toque de locura.

Cada gota pareciera ser una pregunta punzante, y no me queda más que abandonarme ante la reflexión frenética y nostálgica que la lluvia produce en sí. Tantas imágenes que atacan mi cabeza, calor humano de una estufa a parafina que dejó de existir hace años, igual que más de alguno de los que me acompañaban en esa escena. Sopaipillas, frazadas, ternura familiar en el lecho que nos protegía del frío clima que había afuera, y que hoy por hoy pareciera que ese clima se ha apoderado de nuestras entrañas.

Tal vez es el deseo de volver a sentir ese calor lo que crea la extraña relación existencial y amorosa que uno tiene con ese tipo de noches. Tal vez la lluvia en sí nos recuerda que por dentro, aunque intentemos estar siempre con una mente “soleada”, necesitamos respetar a nuestras nubes grises, y dejarlas llover a tiempo, para no caer en agresivos temporales existenciales, o diluvios un tanto suicidas.

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