lunes, 31 de agosto de 2009

Envejecer

No tengo idea por qué, ni en qué segundo surgió mi miedo, pero le tengo un fuerte odio a la idea de envejecer (y eso que soy bastante joven). En mi familia no conozco ejemplos de mala vejez, mis abuelos están todos como lechugas y en general no he tenido malas experiencias con el tema. Pero es un temor mucho más grande que el de la muerte.

Imagino cómo seré. Si llegaré a los 65 años con buena cabeza, prometiendo 10 años más sin arrastrar los pies o estaré gordo y quejumbroso. Si seré un idiota rabioso o un viejo simpático. Si tendré incontinencia, disfunción eréctil, pérdida de memoria, problemas para ir al baño, cáncer, etc. Me pregunto constantemente si llegaré a esa edad aferrado a la vida o ya deseando que todo se acabase luego. Si tendré nietos, si me querrán mis hijos, si estaré casado, separado, viudo o simplemente llegué solo a la etapa, sin descendencia.

La vida dirá, algunos postulan. Otros dicen que es uno quien toma las riendas y hace el camino. Unos cuestionarán mi forma actual de vivir, y dirán que soy un histérico sin mucho futuro, o tal vez que como pésimo y que voy a envejecer antes de tiempo. No sé, pero lo único que tengo claro, es que mi mayor terror es envejecer y sentir el deterioro de mi cuerpo, y por sobre todo, de mi mente.

¿Cómo ves tú el envejecimiento?

martes, 25 de agosto de 2009

Los hombres viudos

En mi familia siempre ha existido la idea de que es mejor que, en un matrimonio de edad, muera el hombre primero. Esto se debe más que nada a que si mi abuela se muriera antes que mi abuelo, este último no dudaría una semana sin suicidarse.

Hoy leí que, cuando un hombre queda viudo, tiene 6 veces más posibilidades que una viuda de contraer el síndrome del corazón roto (morir de pena), dándome a entender que la creencia de mi familia no está tan errada.

Me imagino que el hombre, al tener una mente más funcional y dirigida que la mujer (que es detallista y abierta), al enamorarse, asume a esta mujer como alguien fundamental en su vida y en sus proyectos, una base importantísima. De hecho, hay teorías que afirman la idea de que todo lo que hace un hombre en su vida es para atraer e impresionar a una mujer. En este sentido, la fémina es el centro de toda la vida del hombre, y cuando éste encuentra una a cual amar, esta mujer en especial entra en un altar (por mucho que con sus pares se regodeen de que no están ni ahí y todo ese blabla tan evidentemente cínico). En cambio, la mujer, que tiene un cerebro con mayor tendencia a la multiplicidad de tareas (pueden hacer 9 cosas a la vez), también debe influir en que la nivelación de sus prioridades (carrera, marido, hijos, casa, por ejemplo) no es tan extrema como la de un hombre, o sea, que cuando una prioridad desaparece, al encontrarse a un nivel similar con las otras, su carencia no resultará vital y no impedirá concentrarse en las demás (si muere el marido, podrá seguir siendo madre y profesional sin ningún problema). En cambio el hombre, al ser más estrecho y desigual, al perder su prioridad fundamental, que es la mujer, cae en un abismo profundo porque siente que todas las otras partes de sí mismo carecen de sentido.

jueves, 20 de agosto de 2009

El racismo idiota de Chile.


Ayer me contaban, entre hamburguesas, la más estúpida anécdota de mi familia. Sucede que dos tías abuelas (que en aquel tiempo habrán tenido unos 50 años) viajaron a Estados Unidos solas, a New York, para ser exacto. Antes del viaje, más de algún “sabio y experimentado” consejero racista les advirtió que tuvieran mucho cuidado con los negros, porque siempre andaban asaltando a la gente y les podían arruinar el viaje. Pasaron un muy buen viaje, sin inconvenientes, ya que se habían cuidado de estos malvados seres (los negros), pero, para su mala suerte, uno de los últimos días (si es que no fue el último, no recuerdo) estaban en el ascensor del hotel, completamente solas, y, de la nada, sube un negro gigante (más de dos metros) con un perro también gigante. Producto de toda la imbecilidad introducida en sus cabezas, estaban aterradas con esta suerte de demonio oscuro con su can cerbero dentro de un cubículo de 2x2. El amigo, seguramente sin entender mucho, dijo, con una voz potentísima “Sit”, para que su perro se sentara. Pero ambas señoras, en su delirante situación, se sentaron, cual pequinés obediente, haciéndole caso a este gigante que, a esas alturas, figuraba tirado en el piso de tanto reírse.

La historia no termina allí, lo aún más increíble es que, cuando fueron a pagar la cuenta del hotel, ya estaba completamente pagada por alguien. Este alguien había dejado una nota que decía “Gracias por ese momento, me hicieron reír mucho. Michael Jordan”. En efecto, el mejor basquetbolista de todos los tiempos, había pagado todos los gastos como agradecimiento, y quizá, también para enseñarles que, a pesar de su tercermundista pensamiento obtuso, los negros, como humanos que son, pueden ser buenas o malas personas.

Aquí quedo pensando en nuestra idiosincrasia estúpida e ignorante y me hago la pregunta: ¿Somos racistas? y de serlo ¿Con qué razón?

martes, 18 de agosto de 2009

La música y el placer

La música, en su mayoría, puede cumplir dos funciones. Una es la de interpretar una emoción o una sensación, para crear identificación en quien la escucha (de ahí el éxito de la balada, por ejemplo). La otra es un tanto más compleja y trata de crear o producir una emoción, para que quien la escuche entre en un estado que no guarda una necesaria relación entre lo que está haciendo, viviendo, y lo que está escuchando.

Como buen humano que soy, mi sensación favorita es el placer, y todo lo que incentive el estado placentero y no cree una autodestrucción a corto plazo, me gusta, me llama. Y dentro la gran gama de canciones que existen en mi reproductor, hay una en especial que, si bien no tengo idea el contenido de su letra (que es poca, por cierto), la música, el piano lento que se pierde en un horizonte de sintetizadores perfectamente utilizados para crear una atmósfera recreadora de imágenes placenteras. Porcelain, de Moby, es el soundtrack de “La playa”, película que precisamente versa sobre el placer paradisiaco. Y sin importar la opinión que uno tenga sobre la película o sobre Moby y su música, es innegable que cuando se escucha Porcelain, todos los recuerdos placenteros que uno pueda tener, sean las mejores perfomance sexuales, las cimas más altas de las montañas más escabrosas, las drogas más fuertes, las caídas libres infinitas, las camas más blandas, las aguas más tibias, los platos más sabrosos, todos los placeres en sí, se unen en un solo pensamiento etéreo, inefable, que si nos concentramos, llena nuestra mente de esas ansiadas endorfinas exquisitas, empapando de ellas cualquier mal augurio de nuestro día.
¿Y tú, recomiendas alguna canción para el placer?

jueves, 13 de agosto de 2009

La sinceridad del abismo

Al absurdo me he sometido. No porque crea que es mejor emborracharse que estar sobrio, no porque mis objetivos en la vida se hayan desvanecido con el duro palmazo del tiempo. No, eso de la decepción no tiene cabida en esta reflexión bizarra, triste, angustiosa, pero sincera.

Me he sometido al absurdo de la existencia porque todo dios desapareció de mis pensamientos, o porque mis pensamientos le ganaron al dios que alguna vez me habían inventado. Y sin arquitecto no hay obra predeterminada, por lo tanto, carezco de un sentido. No hay maquetas. Nací para construirme en los cimientos de una muerte inminente, y mientras más pienso en ello, más vacío encuentro en mi interior.

Aquí entonces, en esta tierra, no hay nada más que días mecánicos, relojes que avanzan segundo a segundo en un tiempo que inventamos. ¿Por qué tener valores? ¿Por qué ser feliz? ¿Por qué procrear, si morir es inevitable?. Si concentro mis divagaciones en aquellas preguntas, la respuesta cada vez se hace más lejana.

Me he sometido al absurdo porque es ridículo tener conciencia de que existo y hacer algo con eso. Aún más ridículo es vivir sufriendo, si lo único que tiene sentido es el placer que, cada vez, se hace más esquivo.

Es patético aspirar a la verdad, pues de haber una, no seríamos libres. ¿Tendrá fondo este abismo?

viernes, 7 de agosto de 2009

La justicia y la razón.


El tema de moda es la pena de muerte, en vista de las acciones del llamado “psicópata” que violó y asesinó a una niña de 5 años en la Quinta Región. Para tocar el tema en cuestión hay que ser cuidadosos. La pena capital es, a fin de cuentas, el asesinato que comete el Estado a modo de castigo, hacia personas que, según la legislación vigente, lo merezcan. Es curioso que para avalar esta práctica, sus impulsores recurran a datos frívolos como el gasto mensual para mantener a cada recluso, argumentando que no son humanos merecedores de tales privilegios, cuando el Derecho en general se sustenta no en la base racional del pensamiento, sino en la emocionalidad de las personas.
Racionalmente, no es insensato dejar a un hombre psicópata como este suelto en la calle, ya que seguiría el patrón de asesinar niños hasta aburrirse. Esto produciría una baja en el crecimiento de la población mundial y ayudaría a controlar el fenómeno de la sobrepoblación. Así, quizá la raza humana se mantendría más tiempo en pie (Insisto, esto es un juicio netamente racional). En cambio, cuando entran en este juego las emociones, se comienza a analizar desde un punto de vista empático el suceso. “La familia requiere de justicia” dirán muchos, pero la justicia, amigos míos, no es un concepto racional. Quien quiera rebatir eso, intente darme una definición cuantificable y cualitativa de justicia, luego una descripción de su aplicación. La justicia es un acuerdo conceptual en el cual los seres humanos nos apoyamos cada vez que sentimos impotencia por un suceso que afecta nuestras emociones más profundas, como es este caso.
Siendo entonces la justicia, la base intrínseca de la legislación, considero que la argumentación racional y funcional, en la mayoría de los casos, al hablar de leyes, tiende a estar fuera de lugar. De hecho, es por la intromisión del pensamiento racional que, muchas veces, nuestra necesidad de justicia (“Deberían torturar y matar a ese $%&##$%”) se ve interrumpida y amenazada, pues el argumento de parte de la razón resulta, cuando se apoya en términos legales (términos legales, constitución, libracos, no la justicia en sí) irrefutable por el argumento emocional. De allí que miles de sicópatas de todo tipo y rubro (estafadores, asesinos seriales, violadores, pedófilos) tengan condenas mínimas o salgan en libertad, si cuentan con abogados talentosos.

Pero cuando se habla de una pena capital, se considera que la persona es un estorbo para el bien común tan importante, que no puede seguir existiendo. Es un castigo igual al de cualquier animal salvaje que elimina a los miembros defectuosos del grupo, para que no afecte el bienestar de éste. Si acudo a nuestra verdadera naturaleza animal, o sea, actuando únicamente a nuestro instinto de sobrevivencia, tiene bastante sentido eliminar a cuanto delincuente exista, para así no preocuparse jamás del crecimiento del crimen. Cada humano defectuoso sería ejecutado y todo funcionaría a la perfección. Sin embargo, lo que nos separa, a mi juicio, de nuestra condición salvaje, no es precisamente esa razón de la cual nos vanagloriamos tanto, porque ella actúa bajo los preceptos de cuestionamiento, análisis y funcionalidad, y por tanto, de sobrevivencia. Lo que nos separa del animal es, precisamente, la emoción que sentimos al actuar o pensar. Muchos condenarían a muerte a este hombre porque se ponen en el papel de la madre de la niña, sienten su sufrimiento y su impotencia, en lugar de pensar que esto rebajaría los costos de las cárceles, porque no tiene sentido pensar en eso cuando hablamos de hacer justicia. Los detractores tampoco piensan en ningún tipo de funcionalidad cuando postulan que ejecutar a un hombre no soluciona “El problema de la delincuencia”. En el fondo, la mayoría se pone en el lugar de los condenados a muerte y la miserable espera, o en la familia de estos. Incluso hasta pueden pensar que sería un regalo darle muerte a un sórdido hijo de puta como ese.

Hay que ser cautelosos al buscar una solución a problemas como este, porque al hacer del intenso deseo de justicia (o sea, de eliminación del sujeto en cuestión) se puede legislar una ley que tarde o temprano, jugará en contra del mismo deseo. Más de alguna vez se considerará injusta la condena a un hombre a la pena de muerte, sea por lo que sea, y en ese momento, la razón podrá apelar a la misma constitución, a la ley, a la justicia escrita, para realizar la ejecución.

jueves, 6 de agosto de 2009

Eso que llaman Fe


Al nacer, todo animal, lo único que tiene claro, es que en algún momento, sin remedio ni objeción alguna, morirá. Un animal no piensa en Dios, en el sentido de su vida ni en si hay casualidades o todo tiene una intención previamente destinada. El animal camina, nada, vuela, repta, movido por un único instinto: Sobrevivir. A partir de él, nacen los instintos de caza, reproducción, protección, etc. Por sobrevivir las especies evolucionan y se adaptan al medio. Al final, la sobrevivencia es lo único que realmente importa en el medio animal, al cual, nos guste o no, pertenecemos.

Dentro de este mundo salvaje, el animal más peculiar y extraño es el humano. Un mamífero terrestre que carece de vellosidad corporal abundante y útil para la protección contra la hostilidad climática. Tiene una mata de pelo en la cabeza que, a primera vista, no tiene mucho sentido. Anda erguido. No cuenta con alas, ni grandes capacidades en sus extremidades para correr y perseguir presas. No tiene ningún sentido demasiado agudo o especializado. No se reproduce, en la mayoría de los casos, en masa, ni en poco tiempo. Sin embargo, tiene dentro de su cráneo un poderoso cuchillo de doble filo, que compensa todas sus carencias físicas. La mente del ser humano es la única razón por la cual como animal se pudo desarrollar. También es su mayor calvario.

Temprana es la edad para comenzar a cuestionar la vida, la existencia. Cortesía de nuestro desarrollado cerebro, nace el “por qué”, alrededor de los 5 años, y no nos abandona nunca. Es aquella pregunta la razón de la angustia humana, pues impulsa a encontrar una respuesta, por muy absurda que sea, a cualquier suceso que pase ante nuestros sentidos. A partir de allí nacen conceptos y cuestionamientos que para un perro serían burdos, como la justicia, Dios, patria, la causalidad, la casualidad, de dónde venimos, quiénes somos, hacia dónde vamos. Nuestro instinto animal de sobrevivencia nos obliga a tener fe en cualquier cosa, con tal de satisfacer ese “por qué” maldito y bendito, y darle una respuesta al universo vacío que vemos todas las noches. Nadie sabe con certeza por qué está aquí, ni siquiera tengo claro si realmente tiene sentido que esté o no esté. Si soy parte de un engranaje universal, una gota que conforma un océano, un elemento primordial en el destino del mundo, o simplemente soy uno más y mi presencia no afecta en nada el suceder de las cosas. Quizá la vida es un absurdo, o tal vez tiene más sentido del que podría imaginarme. Convivir con esas preguntas sin la tranquilidad de una respuesta en la que creer, es un suicidio progresivo. Conlleva sólo a la locura, al comportamiento autodestructivo del ser, al vacío que consume.

La fe es el pilar máximo de la sobrevivencia, porque permite al hombre avanzar en sus conocimientos y en su tranquilidad, sin dejarse caer por sus limitaciones (porque finalmente, frente a la inmensidad del universo, no somos más que hormigas practicando el álgebra). Creer en algo, conocerlo, estudiarlo y hacer que evolucione. Tanto Dios como los números son fe. Tanto la ciencia como la religión, a fin de cuentas, no son más que fe.

Creer para sobrevivir, y sobrevivir para vivir plenamente. Creer en Buda o en la física cuántica. En la ley, en la justicia, en Dios, en cualquier cosa.